viernes, 30 de octubre de 2009

Historia de un nerd (recontra-nerd)

Era una tarde vísperas de culminar el año cuando me invitaron a una reunión que al culminar me dejó en el paroxismo. Cursaba noveno grado. Yo era parco, dado al estudio. Apenas si me insertaba en las actividades amicales del salón. Hasta que me pasó algo con Darya quien me caía antipática por su arrogancia. Tenía razones para ser así: era tan bonita y popular como ella sola. Yo por mi parte me daba mi lugar. Sabía que por lo bajo me calificaban de nerd, asumiendo el apelativo con entereza. No es que no me doliera el sobrenombre, me dolía y mucho, pero cuando la tromba te cae es mejor ponerte a buen recaudo que acabar empapado, y así lo hice, me puse a buen recaudo recluyéndome con más ganas que nunca en el reducto del saber: la biblioteca.

La tarde a la que me refiero estaba yo de lo más concentrado cuando Darya con su cuaderno y un libro abiertos se puso a mi lado. ¡No entiendo, no entiendo!, dijo. Y sin mirarme se puso a hacer anotaciones. Luego de un rato otra vez salió con su monserga de ¡No entiendo, no entiendo!, pero añadió mirándome, ¿Tú entiendes? Yo que me había propuesto tratarla con indiferencia cuando me sonrió me desarmó. Pero no cedí. “Más o menos le contesté”. Ella notó en mis afectadas mímicas el sello hostil. No dijo más y calló. Yo que creí que lo que había dicho era pura alharaca me sentí azorado cuando vi que se estaba esforzando para que le salieran los ejercicios de física. Me paré, fui a la fotocopiadora y saqué copias de los resultados que yo había obtenido. Por un costado se los entregué y me senté. Las miró de reojo. Por un momento pensé que me las iba a despreciar. Pero no. ¡Gracias por tu solidaridad, pero si alguien no me explica no lo entiendo! Esa frase me apisonó por completo. Toda la tarde me la pasé aleccionándola. La tildé de completa tonta, pero demostró no serlo. Siendo casi las cinco sus amigas vinieron a buscarla. ¡Darya, qué pasó, te estamos esperando!, le dijeron. ¡Pues ya voy en un rato!, les contestó. A mí por supuesto ni me miraron lo cual hizo que otra vez el desconcierto se maridase a mi ostracismo social. Cuando sus amigas se fueron comenzó a acomodar sus apuntes. ¡Ya regreso, voy al baño!, me dijo de pronto. Moví la cabeza en asentamiento. Al regresar su rostro se había tornado mayestático, como si estuviese a punto de ir a una cita. ¿Por qué no te vienes conmigo?, me dijo mientras yo seguía repasando algunas fórmulas. “¿Qué, a dónde?”, le retruqué. “Tú sígueme nomás”.

Era el grupo cool al que tenía enfrente. Estaban en un salón ubicado en la parte en la cual se encontraban las instalaciones vejestorias del colegio. Mirarme fue como mirar a un espectro. A Darya la miraron como si la inquiriesen tácitamente el por qué me había llevado. ¡Él también va a jugar!, dijo señalándome. Si yo me sentía aturdido, ellos y ellas ni qué decir. Me puse sudorífico. ¡Creo que mejor me voy!, dije. “Oh no, no lo harás”, reaccionó. ¡Darya qué te pasa!, le refutó una de sus amigas. ¡Traer a…!
Y no acabó su frase peyorativa porque se fue. Aquella reacción fue algo natural para mí pues yo para ellos no era pasible de respeto. ¿Y qué hay de ustedes?, preguntó. ¡Te pasas de la raya, ah!, ¿Qué te has fumado, eh?, ¡Ya sólo falta que nos traigas a los que duermen en el parque!, fueron algunos de los comentarios que se rastrillaron mientras salían.

Nos quedamos solos. A Darya se le notaba con el semblante desairado, pero aun así se repuso. ¡Pues bien, juguemos!, dijo acercándose a una esquina de donde agarró una botella. “¿Sabes jugar botella borracha?”. De saber, lo sabía, pero de a oídas. Como no contesté ella prosiguió, “Es un juego donde se prueba hasta qué límites puede llegar uno”. Me hizo sentar sobre uno de los cojines que estaban sobre el suelo, sentándose ella también. Me explicó las reglas sucintamente, “Pico, mandas; base, obedeces”. Giró la botella y el pico acabó apuntándome. “Mandas”, dijo. Estaba nervioso, no sabía qué mandar, me parecía un atrevimiento, una prerrogativa de lo cachafaz. “Vamos, hazlo con toda libertad”, acotó. “Quiero que me digas por qué me trajiste aquí”, fue mi orden hecha pregunta después de una considerable dilación. No se hizo bolas, “Por haberme ayudado”, contestó. Volvió a girar la botella apuntándole esta vez el pico a ella. “Antes de ordenar quiero que me digas, ¿alguna vez has besado a una chica?”. Aquella pregunta descuajeringó mi circunspección. Comencé a ponerme trémulo. La vi acercarse. Hice un escarceo de reposición. “Salvo que me beses la respuesta es no”. No obtuve el efecto reconfortante que esperaba. ¡Cierra los ojos!, me ordenó. Podía sentir su perfume rozarme el tegumento, hacharme los folículos. Mis mejillas se coloraron en bermejas. La humedad de sus labios se posó en los míos como si un repentino rocío calase en un páramo. Fue rápido pero intenso. Desde esa vez ya no soy el mismo. Cada vez que voy a ese salón me sobrecoge un difuso sentimiento que tiene sabor a redención y sacrilegio.

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